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sábado, 15 de febrero de 2014

¿Podemos creer en lo que observamos a simple vista?



efecto ThatcherEs curioso como el complejo entramado de mecanismos que constituye el cerebro nos deja pasar por alto a diario algunas de las ilusiones ópticas y mentales más sencillas. Ellas son las que, sin embargo, guardan los secretos sobre la diferentes percepciones que podemos tener todos los seres humanos de la vida cotidiana.
Un ejemplo de estas visiones imaginarias que confunden la mente es el efecto Thatcher. Según dicen, esta ilusión óptica fue inventada en 1980 por un psicólogo inglés llamado Peter Thompson. Aún así, en 1940 Wolfgang Köhler ya había remarcado que una cara girada 360º era difícil de reconocer debido a la pérdida de expresión facial. En 1975 Albert Ellis aportó a esta idea que los ojos y la boca eran los elementos que concentraban la mayor parte de la información acerca del estado de ánimo de un individuo y que, por ello, estas zonas eran las que nos deberían ayudar a entender aquello que se trata de transmitir en un acto comunicativo.
Veamos la imagen que hemos puesto como referencia. Obviamente, nos damos cuenta de que las caras están al revés pero, ¿qué ocurre en nuestra cabeza cuando las vemos? Cuando la imagen rota, el cerebro busca puntos de referencia para ubicarse respecto a ella. Y esos puntos son, como Albert Ellis descubrió, los ojos y la boca. Digamos que actúan como un ancla con la que sujetar la percepción y, a partir de ellos, recrear el resto. Dicho de otro modo, con sólo dos partes podemos construir el total. Thompson (a quien debemos dicha ilusión) concluyó que procesamos los rostros holísticamente, como un todo, sin detenernos en los detalles. Es suficiente con que las partes estén más o menos dónde deben estar.
Resumiendo, el cerebro reconoce los ojos y la boca e inmediatamente cierra el caso y se marcha tan feliz. Lo más interesante de esta ilusión óptica es lo que le pasa a la mente cuando la cabeza gira y ve que todo está mal. Pero, ¿aprende la lección? Este fenómeno nos puede dar pie a pensar en un montón de cosas.
Por ejemplo, parece que siempre estamos esperando a que las cosas se encuentren en el lugar en el que se supone que deben de encontrar, sin prestar atención a los pormenores del caso. Nos pasa desapercibido si hay algo radicalmente distinto en una escena, siempre y cuando las cosas a las que estamos acostumbrados sigan ahí. 
¿Cuánto damos por sentado a cada segundo sin indagar más en el asunto, sencillamente porque cumple con lo mínimo previsto? ¿Cuántas anclas arrastramos diariamente impidiéndonos adentrarnos en la verdadera percepción de las cosas? Díganme señores, cuánto han aceptado porque sí, evitando hacer preguntas sólo porque otros afirman que es lo correcto, sin probar nada realmente y ver si efectivamente tienen razón. Piensen en ello.